DE LA SOLEDAD, AL FIN… SOLO

Tu voz tus ojos vesperales
Tu piel tu recuerdo tus besos
Tus caricias enredadas en mis dedos
Tu amor tu olvido tu cuerpo
Tus poemas sin nota
Tu alma solitaria tu llanto
Hasta tu jadear y tu aroma
Toda tú permaneces aquí
Mientras lo demás que soy yo
Me fui contigo

DEL FIN, ESE QUIZAS

Y si el tiempo
Como fiel monumento del olvido
Se tropieza
Tal vez nos convirtamos en las sombras
De los cuerpos que no tienen sombras
O puede suceder que alguien llegue
Omnisciente, omnipotente, omnipresente
Y nos convierta día abajo
En rumores desnudos de sonrisa
Pero también puede suceder
/ Y esto aterra /
Que la muerte sea sólo falsa alarma.

CORCELES BLANCOS




Envuelta en un sopor contagioso y presa de una sumisión incontrolable a la muerte, recuerda ese momento que marcó su vida en una tarde veraniega del valle en la que lo conoció, vestido de lino, con sombrero de paja y con una altivez imborrable que no habría de perder hasta el día en que lo vio por última vez antes de perderse en el bosque de sus recuerdos y su pasado. Confundida con sus pensamientos en voz alta mira alrededor y reconoce unos cuantos rostros que la miran con las lágrimas al borde del alma, pero no espera nada en ellos, solo espera que el tiempo le perdone un instante mas de vida o un instante menos de muerte, de todos modos espera una tregua de la incierta muerte para poder encontrarse con su madre en el pasado de sus recuerdos, cabalgando juntas, mientras el sol se sumerge en el horizonte en el mar de pasto verde, verse así, recorriendo los inmensos terrenos de su abuelo. Con la nostalgia de verse postrada en una cama, sin poder burlarse de la muerte con una esmerada dosis de optimismo, o engañarla con un disfraz de otro tiempo o simplemente dialogar con ella y convencerla de que la vida merece un tercer tiempo; sin poder reconciliarse con ella misma al no perdonarse las desventuras de sus hijos; con el deseo de poseer el poder del tiempo y regresar al momento preciso en donde la lujuria, el deseo desenfrenado, la insensatez e imprudencia y las pequeñas grandes lecciones y lesiones de la vida sembraron el rencor vitalicio entre dos de sus hijas; con el deseo de reconciliar los rencores que ella logró reconciliar mucho antes de que una carta sobre la cama fuera la revelación de una partida sin destino, sin tiempo pero con toda la vergüenza y el desprecio de los que debieron haber levantado la cabeza para ayudarle a ver el horizonte. Con la pesadumbre de haber dedicado una vida entera a la búsqueda de la felicidad que sólo vio asomarse algunas veces por el espinoso pasillo del amor a sus hijos y a su esposo, que luego se convirtió en suplicio, luego en impotencia y finalmente se fue tornando lentamente en resignación y en una inquebrantable costumbre. No se detenía en sus recuerdos, pasaban por su memoria como un río sin cauce en una avalancha de sentimientos que se la iban quedando a la orilla de su vida, mezclados con los escombros del desconsuelo y de la incapacidad para dar más, de vez en cuando se despertaba en su presente cargado por inmensos deseos de no estar ahí, bajo la misericordia cansada de unos pocos, bajo las miradas lastimeras de sus hijos, de sus amigos, de las personas que decían que era terca al querer aferrarse a la vida, de la mirada de él, la más temida, la más aterradora y desgarradora que su propio dolor de muerte, esa mirada que nunca le había conocido ni siquiera en los momentos de más desesperación, dolor o arrepentimiento, ni siquiera en la mirada salvaje de animal indomable que llevaba el día en que la tomó de su cabello largo y vital cuando ella le reclamó por sus andanzas con otras mujeres, que la llevó a tomar la decisión radical de llevar el cabello corto por el resto de su vida. Era la mirada de él a la que más temía porque no la comprendía, después de más de cincuenta años de estar con él, no lo recocía detrás de esa mirada, detrás de ese miedo y al mismo tiempo detrás de ese odio, el miedo y el odio combinados hacia el inevitable destino de estar solo, sin ella, primera y definitivamente sin ella, el miedo que le dejaba ver una amenaza de llanto que se iba dibujando lentamente en su rostro. Lo vio así, tan indefenso, tan sublime, tan niño, tan cansado y no pudo comprender porque en tanto tiempo de dolores y vida con él no llegó a conocerlo, no llegó a ver el verdadero hombre que residía en él, que se escondía detrás de un armazón de dureza y machismo, no llegó a ver el hombre tan débil y cobarde, tan cansado de sí mismo. No lo reconoció en el umbral de sus recuerdos, por eso pensó que no era él, con el que atravesó los verdes valles de sus sueños, de su infancia, a donde hubiera querido ir a depositar los restos de su vida. No pensó que fuese él quien le marchitó la belleza de su cuerpo y de su alma con cada mujer que le conocía. No pensó que fuese él a quien vio sumirse paso a paso en el océano insondable de la vejez y a quien la vida le pusiera de castigo por todos sus derroches ver como lentamente ella se le iba desvaneciendo y se le iba perdiendo en las postrimerías de la vida. No pensó que fuera él, por eso no le presto más atención hasta el último día en que se despidiera de él dejándole de herencia una soledad tan innegable como la muerte misma, una soledad de la que ni siquiera los recuerdos podrían salvarle. Y por primera vez después de haberse visto empujada hasta ese oscuro abismo de su enfermedad sintió miedo a todo lo que había vivido,  a todos sus sueños nunca logrados, a todos sus propósitos nunca alcanzados y a todos sus libros nunca leídos; sintió miedo de no haber sido una buena madre y de haber permitido que sus hijos se perdieran en los vicios; sintió miedo de no haber sido una buena esposa y de haberle impulsado a esas mujeres que recibieron mucho más de lo que ella anhelo cuando dejó los verdes prados del valle y le siguió a las lejanas montañas; sintió miedo de las palabras no dichas a sus seres queridos, de los abrazos no dados a sus hermanos, miedo a no haber tenido suficiente tiempo como para sentirse tranquilla ante la latente amenaza de un fin, para no tener que implorar por un instante de tiempo más para encontrarse con su hijo perdido en la selva, tiempo para asegurarse de que su hijo menor a sus cuarenta años, empezara a ser ya un hombre, sintió un miedo profundo y terrible y llegó a comprender así que ya estaba muriendo a grandes pasos, comprendió al fin cual era el verdadero dolor de la muerte, ese que trascendía todo dolor y sensación física: comprendió que la verdadera muerte empieza cuando ya ha muerto el cuerpo. Así lo intuyó en las noches de insomnio esperándolo en el campo bañada en una penumbra insoportable como su ausencia misma, sabiendo igual que no vendría; así lo sospechó el día que tuvo que preparar un entierro vacío para su hijo; lo sintió así en el papel mojado de lagrimas que dejó su hija sobre la cama y así lo sentía ahora cuando la vida se le escabullía por entre los dedos de las manos como minúsculos granos de arena. Las voces de otra distancia empezaban a retumbar en su cabeza, ya empezaban a robarle su última realidad, ésta, en la que dejaba sumidos a todos los que le rodeaban y le miraban sumidos también en los recuerdos de sus pasados, ya que la muerte de otros es el renacimiento de los más escondidos recuerdos de los que quedan aún, en esos recuerdos andaba ella, no como ahora consumida por el tiempo, sino como en otrora, altiva y desafiante, con la intrepidez que le daba la fortaleza de la juventud, como cuando cabalgaba más rápido que el mismo viento allá en la hacienda del valle, como cuando llegaba consagrada a su casa con sus hijos, como cuando contemplaba el atardecer colorido que despidió casi cada día al lado del que fue en otro momento su mayor verdugo y que para ese momento no era nada más que su compañero de silencios. Ya no quedaba mucho de ese último pasado, ya lo había recorrido casi todo en sus largas horas de insomnio. Tampoco quedaba mucho de su presente, ese que alternaba entre un horror espantoso por verse tan consumida por la vida y entre una realidad paralela producto de sus delirios de niñez que le hacia pedir, al igual que mucho tiempo atrás vio hacerlo a su suegro, que sacaran las reses del patio que se iban a comer el jardín o que limpiaran la sala porque había acabado de pasar una estampida de ganado. A esas alturas el futuro ya no era algo que existiera en su vida, se había adelantado a su muerte, a la que seguiría su mente y su cuerpo. Así se fue despidiendo lenta y atentamente de cada uno de los que le veían consumarse en sus delirios hasta que unas líneas de resignación se fueron dibujando en su rostro, y allí todos empezaron a comprender que ya no era ella la que contemplaban, era sólo su ultimo suspiro, su ultimo intento de permanecer, su sombra. Él no pudo soportarlo así, por eso no volvió a mirarla y trató de no escucharla. Quiso borrarse su imagen cansada de resistencia, su imagen de ausencia, quiso reemplazarla por la imagen de inocencia y de pasión con que la conoció, por la imagen de esperanza y de sueños no soñados pero buscados. quiso deshacerse de su ultimo rostro, la ultima mirada que le ofrecía ella para recordarle toda una vida y gritarle que estaba irremediablemente solo, más solo de lo que temía siempre y se lo gritó con ese sonido sin palabras que él habría de llevar hasta los últimos días de su vida. Él no pudo desprenderse de esa imagen, no pudo remplazarla por una menos nefasta, en su lugar solo un par de lagrimas rodaron por sus mejillas y cayeron lentamente al piso en donde se desvanecieron así como se fueron desvaneciendo lentamente las suplicas de ella en una sala fría de un hospital para que no la dejaran morir sola. Todo se fue quedando lentamente sin ella, sin su potencia y su fuerza, sin su cansancio disimulado, sin su rostro, sin su silencio. Las paredes de la casa empezaron a desvestirse de su alegría, de sus risotadas explosivas, de su filosofía de la vida. Las letras de los libros que con tanta entrega consumió empezaron a borrasen de esas paginas desvencijadas y dejaron en su lugar solo suspiros y olvido. La muerte se llevó sus pasos y el tiempo sólo ha dejado un efímero recuerdo de su vida en las vidas de los que han quedado. La caza ha doblado la cabeza en señal de su ausencia, las pocas lagrimas que él derramó en señal de su ausencia se han cristalizado en su rostro y solo él es el recuerdo inanimado de su partida, él es la soledad que contempla el ocaso con nostalgia, el es el sueño nocturno que no concilia sin ella y que se esconde por los rincones de la casa vacía. Él no es un pedazo de vida prolongado, es un aviso de muerte anticipado, es una venganza del tiempo, es un monumento a las cuentas pendientes de la vida. Es la presencia viva de su ausencia, pero como el resto, se va destiñendo poco a poco con el tiempo, así como los corceles blancos que se esconden tras el vivo color de los jardines en la pared, altivos y fugaces, serenos e indomables, pero destiñéndose al fin, partiendo hacia la nada, con ella, desvaneciéndose con ella, cabalgando hacia esos otros horizontes con ella, esos grandes corceles blancos.