No sé porque me gustan tanto los Jueves, ha de ser porque
son como una amenaza de Viernes, un pronóstico de fin de semana, un preámbulo del
ocio y la vagancia del Sábado y del Domingo. Pero los Jueves tienen un color
especial, un sabor especial. Levantarse un Jueves no es ni siquiera comparable
a lo que significa levantarse un Lunes o en el alterno y desventurado Martes
cuando el Lunes se va de fiesta. No hay necesidad de despertador, el cuerpo
solo descubre el inicio del nuevo día. Y así sea solo para levantarse a esperar
el desayuno o para servir de esclavo del tiempo y de la sociedad, levantarse un Jueves siembra un entusiasmo diferente.
A veces creo que el Jueves ya nos hemos acostumbrado a la
semana, al ruido, a la carrera imperiosa del ser humano por tener, por
sobresalir, por sobre vivir. Por eso el jueves todo parece fluir naturalmente.
Hay muchas cosas que se pueden hacer el Jueves: ir al cine
para aprovechar la promoción del 2x1, así se vaya solo; comer pollo frito, que
se da el lujo de ponerse en promoción los Jueves como pronostico del bacanal
nocturno; llamar a los viejos amigos y también a los nuevos compinches para
armar el zafarrancho del Viernes y el desenguayabe del Sábado; soñar.
Está prohibido pensar, incluso imaginar desde el Jueves un Lunes, eso es un pecado capital, prohibido por todas las religiones del mundo, especialmente
las ateas.
Por eso es mejor escribir un Jueves, para sembrar en prosa o
en verso lo que va surgiendo el resto de la semana, es mejor escribir un Jueves, así se lea cualquier otro día, incluido el lunes.
Por eso escribo los jueves y de antemano pido perdón a los
otros días.